sábado, 23 de agosto de 2008

Pequeño

Una pared: cuatro manchas de humedad distintas divisadas.
Un rostro: doscientas cuarenta y tres tipo de sonrisas diferentes inventariadas.
Una sabana: mil doscientos siete pliegues producidos y contabilizados en la misma noche.

Un matiz, una diferencia leve que apenas se aprecia necesita de unos ojos hambrientos para existir, sin la necesaria voracidad la pequeña variación (indigna de llamarse cambio) se ahoga en el habitual mar de indiferencia en el que existimos. Son tantas cosas pequeñas las que dejamos morir sin valorar convenientemente; centrándonos siempre en la grandilocuencia de lo llamativo e inusual. En la mayoría de los casos no podemos decir que conocemos realmente lo que nos rodea, lo suponemos e intuimos pero mucho más levemente de lo que nos creemos.
Kant no salió de Köninsberg, a lo sumo se trasladó a ciento cincuenta kilómetros de su ciudad natal, quizás incapaz de asimilar el torrente de conocimiento que le proporcionaba el bosque por el cual acostumbraba a pasear todos los días, no se atrevió a lanzarse en busca de nuevas emociones o tuvo el suficiente valor para detenerse a mirar con ojos famélicos de detalles a su jugoso entorno.

Una luna llena: ochenta y tres nubes de todos los modelos pretenden ocultarla, fracasando siempre en sus intentonas.
Un árbol en otoño: cuatro hojas penden de sus ramas balanceadose inquietas por la crueldad del viento, desafortunadamente una fenece.
Un corazón humano: ochenta y dos latidos vibrantes, eléctricos y deseosos de no ser desaprovechados.