jueves, 16 de octubre de 2008

Alejandro

Todos los días Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex) llegaba al mismo punto, de lunes a viernes directamente desde su oficina, sábados y domingos desde su domicilio. La librería a la que iba no tenía ningún encanto especial, era una tienda más de la Casa del Libro como tantas otras esparcidas por la ciudad, pero a él le gustaba porque nadie le molestaba, podía vagar tranquilamente entre las estanterías y las mesas repletas de libros sin que nadie le distrajese. Esperaba una llamada, un reclamo, que alguna de las obras que habitaban bajo ese techo se le declarase. Con el tiempo Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex) aprendió que no todos los libros eran sinceros, algunos hacían lo que fuese por salir de esas cuatro paredes que no consideraban su hogar y fingían ser más interesantes de lo que en realidad eran, otros suplicaban y prometían diversión sin fin con tal de verse liberados del código de barras que oprimía su contraportada. Nadie más oía estos gritos y lamentaciones, Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex) lo achacaba a que sólo él les escuchaba realmente. Tras deliberar y sopesar las razones que le presentaban las distintas obras, compraba un libro o lo sumo dos, si eran especialmente delgados y desvalidos, volvía a casa y no se acostaba hasta que se terminaba los volúmenes adquiridos.
Este era su ritual cotidiano, se podrían contar con los dedos de la mano las jornadas en los que Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex), falto a la cita diaria con los prisioneros de la Casa del Libro.
Vivió así y por tanto feliz: treinta y dos años, ocho meses, catorce días, trece horas, diez minutos y un número indefinido de segundos, ya que esa tarde al emprender la lectura de la página cincuenta y tres de "Doña Perfecta" , no pudo continuar. No era capaz de leer ni una línea más, ni siquiera una palabra o una huérfana letra. Notó como su cabeza repleta, llena, había llegado al tope de lectura que podía asimilar. Pensando que era algo transitorio decidió acostarse sin acabarse el volumen que había comprado esa misma tarde, por primera vez en, quizás, un lustro.
Como viene siendo habitual desde hace millones de años, la mañana siguió a la noche, y inevitablemente la tarde a la mañana y Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex) faltó a su cita con la casa del libro, ya que no había concluido el adquirido en la víspera. Hecho que no pasó desapercibido a una de las cajeras del establecimiento, lo que a su vez provocó un comentario jocoso, pero sin malicia, de ésta al guarda de seguridad que vigilaba con aire marcial la única salida de la franquicia. Ambos rieron con sana naturalidad y una chispa de algo parecido al cariño en sus ojos.
Casi a la carrera llegó nuestro protagonista a su casa, y no fueron pocos los vecinos que pensaron llamar a la policía al oír os gritos que profirió Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex) al comprobar que la acción benéfica de la noche no había conseguido devolverle la capacidad de la lectura.
Conjeturó sobre todas las alternativas posibles y siempre llegaba a la misma conclusión: había llegado al tope de palabras que cabían en su cráneo. Por lo tanto, la solución era muy simple, tenía que vaciarlo. La pregunta era: ¿Cómo?. Intentó los métodos más clásicos: miccionar y defecar, pero como luego pensó, que se vaciase su cuerpo no significa que lo hiciese su cerebro. Probó: vomitando, hurgándose en la nariz tratando de hallar un tapón que le vaciase la mente como una bañera, taladrándose el oído con todo tipo de artilugios, pero el resultado era siempre el mismo: frustración sin limites.
Llevado por la desesperanza Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex) salió a la calle buscando una solución, como es habitual no encontró ninguna, pero si un bar en donde ahogar las penas. Ni borracha su cabeza le permitió leer una sola sílaba con la que aliviar su angustia.
Por segundo día consecutivo, cosa inaudita hasta la fecha, Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex) se acostó sin terminarse un libro.
Los días siguientes fueron un infierno, desesperado tomó papel y lápiz dispuesto a explicar las razones de su inminente suicidio. De un tirón dejó su testamento escrito e inconscientemente lo releyó para confirmar que quedaba meridianamente claro porque decidía colgarse de la araña, hermosa herencia familiar pero no destinada a tal fin. Cuando se estaba ajustando el nudo de la cuerda, el mercado de sogas es cada vez más escaso, se dio cuenta de haber leido su propia despedida, y fue tanta su alegría que casi se ahorca tratando de desasirse del nudo que un momento antes deseaba le agarrase para siempre.
De nuevo los vecinos estuvieron a punto de llamar a la policía al oír los gritos que Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex) profirió al comprobar que podía leer de nuevo y avanzar en la trama de "Doña Perfecta". Su gozo fue corto ya que únicamente puedo hacerlo durante dos páginas, notandose el cerebro repleto de palabras otra vez. ¿Qué pasaba? ¿Qué sucedía? ¿Qué genio maligno se reía así de él?
No duró mucho esta vez su malestar, porque en seguida recapacitó sobre lo sucedido,había vaciado su cabeza de palabras: ESCRIBIÉNDOLAS. El experimento no se hizo esperar y Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex) anotaba cada palabra que leía, copiaba las letras impresas a su grafía manual.
Al principio el nuevo método le disgustó ya que relentizaba su marcha, ya no podía leer un libro diario y por tanto ya no iba cada tarde a su Casa del Libro a oír las suplicas de sus habitantes. Pero después, descubrió, que así, copiando cada palabra, disfrutaba más de cada obra, saboreando matices hasta entonces desapercibidos. De hecho Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex), jamás volvió a comprar un libro.
Cuando los vecinos, finalmente, llamaron a la policía, alarmados por el mal olor que nacía de la casa de su vecino, ésta se encontró, además del cadáver putrefacto de Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex), cientos de hojas de papel perfectamente numeradas y ordenadas.
Al lado de cada "libro original" se encontraban sus versiones manuscritas. Una de las camilleras del Samur, gran aficionada de la lectura, se entretuvo leyendo estas copias mientras esperaban que el juez levantase al finado. Sorprendida quedó cuando comprendió, que la primera copia de Andanzas del imprensor Zollinger era totalmente fiel al original, pero que la segunda variaba, levemente, respecto a la primera y que una que una eligida al azar solo tenía un lejano parecido con la genuina.
Actualmente los estudiosos de la obra de Alejandro (sólo su madre se atrevió a llamarle Alex) discuten si se pueden llamar versiones a estas copias o son libros originales de por si. Son varias las teorías que explican, desacertadamente, porque empezó nuestro héroe comenzó a copiar los libros que leía.