Mi cara no debería ser precisamente la más lozana de la oficina aquella mañana. Cualquiera que se fijase minimamente en mí, creo que me sobrarían los dedos de una mano para contar quien me miraría a los ojos durante toda la jornada laboral, se daría cuenta que no era precisamente el virus de la gripe lo que había vuelto aún más amoratadas mis acostumbradas ojeras.
Andaba yo tratando de ingerir un café cuando vi aparecer por allí a mi metódico amigo con una sonrisa que iluminaba su faz como pocas veces yo le había visto. Cualquier indicio de resaca era pura fantasía. En un torrente verbal poco acostumbrado en él, me comentó que la noche anterior había sido la más feliz de su vida, yo escuché impertérrito como gracias al ambiente inspirador del último templo que visitamos, no me quedó más remedio que carcajearme ante tal definición, había escrito más en una sola noche que en los varios años que llevaba encadenado a su bolsa de cuero.
Ya me había acostumbrado a las rarezas de mi compañero y sabía que con él todo era posible.
Pasé el día embotado en mi silla y realizando las tareas más rutinarias y que menos me hiciesen acordarme del dolor de cabeza que martilleaba mis sienes.
En las siguientes semanas el escritor metódico me invito a repetir la correría originaría, ya que argumentaba que sin mi presencia la inspiración era menor. Mentiría si dijese que no le acompañé en más de una ocasión; ¡Todo sea por el arte!
Pasado, quizás, un trimestre desde nuestra primera noche juntos, las circunstancias de la vida provocarón que yo me cambiase de trabajo, harto de filipinos y cuentos chinos busque un nuevo lugar en dónde empezar a quemarme a fuego lento con tal amor al método como mi amigo profesaba.
Perdí casi toda la relación presencial con el escritor metódico y de su inseparable bolsa de cuero, aunque si es cierto que la conservamos vía correo electrónico durante un tiempo. Gracias a esto supe que repetía regularmente la liturgia del lupanar (como acabamos denominándola) y sus pergaminos se iban llenando de indelebles palabras.
Pasado un año deje sin contestar una de sus misivas, y él muy orgulloso no volvió a dar señales de vida hasta que.... (Continuara o no)