martes, 8 de diciembre de 2009

Parte III: La Obsesión

Buscar un ideal es siempre una tarea complicada, las más de las veces o se abandona o se pervierte, ante la desilusión del fracaso, la perfección no existe o es tan esquiva que sólo los seres más perseverantes consiguen encontrarla.

El impecable dentista aún no había desertado en su búsqueda de la belleza, pero ya empezaba a flaquear en su empeño. El no quería una cara bonita, unos tentadores pechos, una rima maravillosa en un muerto papel o una personalidad arrolladora que le conquistase (cuantos habían ido a su consulta esperando rendirle usando tan convencionales armas). ¡No! Él quería algo mucho más simple, y como no, complicado.

Tras años viendo a diario cientos de dientes, muelas, premolares e incisivos; soñaba con abrir una boca y descubrir en su interior la dentadura perfecta. Treinta y dos (no pensaba renunciar a sus adoradas muelas del juicio) piezas colocadas en perfecto orden, simetría divina, tamaño idóneo. Esta dentadura perfecta no era más que la señal para encontrar a su mujer ideal, tales proporciones áureas serían correspondidas en el resto de su físico y su psíquico. Ese era su sueño y no pensaba renunciar a él.

En sus tres años de profesión, más todos los de estudio, una dentadura como con la que soñaba, sólo la había encontrado en las páginas de sus libros de texto. Todas tenían algo que le desagradaba: un trocito menos en el premolar, esmalte faltante en los incisivos, caries nacientes en los molares... Había intentado crear el mismo la gloria, una vez desde una dentadura casi impoluta y otra desde una totalmente destrozada, pero pasada la euforia inicial, el dentista sabía que se estaba autoengañando, que eso no era lo que el buscaba, sólo una copia burda creada con sus imperfectas manos. Por eso se mantenía soltero, esperando a su ángel de inconcebible sonrisa.

Pero a veces la coincidencia existe, la lotería toca y los oráculos aciertan. Y aquella tarde de otoño, dorada y sedosa, nuestro dentista encontró su sueño. Una dentición perfecta, sin amago de intervención humana en ella, tan real como el pasmo del odontólogo a comprobar que su dueño un jubilado de sesenta y ocho años.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Parte II: El hombre

Y allí apareció él, vestido en un azul metálico tan brillante como pulcro. Ella no pudo reprimir un gesto de asombro al ver aparecer aquella refulgente figura. No era la primera mujer que se quedaba prendada por los rasgos de aquel dentista. Analizados fríamente; no había en su rostro nada que sobresaliese del común; pero era la conjunción de todos ellos, quienes le daban un atractivo animal; del cual su dueño no era desconocedor.

Por aquella fecha, ya serían tres los años que el dentista innovando en la forma, ya que en el fondo seguía con total severidad la mayor de las ortodoxias, del negocio molar. Basado en el simple principio de adornar su producto a sus clientes; trataba de hacer lo más llevadero posible el mal trago que debían ingerir cada uno de sus pacientes.

Escondió el instrumental, tan agresivo a primera vista para el desconocedor, en disimulados armarios.
Seleccionó música relajante y tenue donde acunar los miedos de sus pacientes.
Amortiguó los ruidos de los aparatos hasta el límite tecnológicamente posible.
Acarició con su sonrisa a cada visita.

El éxito de su innovación no se hizo esperar y las citas se le amontonaban al mismo ritmo que los euros en su cuenta bancaria. En la rápida propagación de su "método" no hay que menospreciar el papel que tuvo su atractivo, no fueron pocas las personas que pidieron cita sólo para comprobarlo con sus propios ojos. Ojos que quedaban pasmados por su irreal belleza, como esculpida en un mármol no nacido en este planeta. Su educada frialdad despertaba las más ardientes de las reacciones, no fueron pocas las veces que el dentista se vio obligado a rechazar propuestas de todo tipo y color.

Él estaba obsesionado por la belleza, pero por una belleza muy particular.

lunes, 6 de julio de 2009

Parte I: El lugar

El ambiente era denso y azucarado, la habitación estaba apenas iluminada por una sombra anaranjada que no se sabía muy bien de donde procedía y que cubría con singular eficacia cada milímetro de la sala. El mobiliario era cuanto menos irregular, mezclandose modernismos imposibles con rotundos clasicismos. La música era mucho más audible que en un hilo musical normal y con una calidad extremadamente alta, no dejaba de sonar, y por tanto de acunar a los esperadores en ningún momento.

Aquella tarde gris y tulmutuosa, ella se revolvía incomoda en el abrazo inerte de aquel enorme sillón más propio de un salón del siglo pasado que de la sala de espera que se encontraba. Sonaba la Danza ritual del fuego de Manuel de Falla, mientras se maldecía por haberse dejado aconsejar por su amiga más atrevida e innovadora que ella en temas tan delicados como éste.

Justo cuando se encontraba dispuesta a abandonar el decimonónico mueble para salir con viento fresco, oyó una voz metálica que la reclamaba a entrar por una puerta recién abierta. Bastante inquieta avanzó con escasa decisión a una segunda estancia mucho más iluminada que la anterior.

Mientras le preguntaban sus datos personales, alergias y demás rutinas, ella se fijó en que las enfermeras habían abandonado el color blanco o verde hospital habitual en sus uniformes por otros muchos más alegres y brillantes. De las dos ayudantes que pudo localizar a primer golpe de vista: una llevaba un cuadro de Miró estampado en la pechera, en el cual los colores, las formas y las lineas se entremezclaban sin seguir ningún algoritmo solucionable facilmente. La otra iba más sobria siempre y cuando consideremos las rayas azules y amarillas más atemperadas que la composición anterior.

Como en un sueño se dejo guiar a la tercera y última sala que conoció aquel día. Nada hacia aparentar a aquel lugar ser lo que era. No es que fuese una experta en dentistas pero, durante su vida le había sido inevitable acudir a ellos para mitigar los dolores de muela según le iban atormentando. Con un rápido vistazo no encontró más que un sillón en el centro de la habitación, el resto de instrumental y elementos que aún guardaba en su memoria de visitas anteriores no estaban presentes. Por el contrario las paredes estaban forradas de unos azulejos diminutos que combinaban con singular maestría los colores del arco iris. Si hubiese mirado con intención hubiese distinguido entre la unión de las teselas discretos tiradores, que accionados convenientemente abrían los armarios, en los cuales, se almacenaban todos los elementos necesarios para la curación, extracción o tortura de toda clase de muelas y dientes existentes.

martes, 2 de junio de 2009

Sin talento

Brausencito mira sus dedos abotargados con delirante fascinación, los encuentra atorados, incapaces , infames.

Hace un tiempo, quizás un mes, leí un libro que trataba, entre otras cosas, sobre el talento: El talento de los demás; de Alberto Olmos, no creo que ocupe durante generaciones los anaqueles de los lectores, pero siempre se puede rescatar alguna idea certera en el maremágnum de palabras que conforma una novela.
Una tesis simple pero no por ello menos perspicaz es su base, no probamos todas las actividades que se pueden hacer en la vida y quizás justo en la que no hemos intentado es en dónde poseemos un don especial. Yo jamás he probado el noble arte de la esgrima, quien sabe si hubiese sido un maestro en eso de tirar.
Contra esta tesis de la infinitud, incontables posibilidades en dónde tentar a nuestras capacidades, opongo yo la de la relatividad, sobre todo en algunos campos, artísticos fundamentalmente. No es tan importante nuestra habilidad como los ojos que la observan. Una fotografía de un zurullo de terrorificas dimensiones con una bandera américana clavada en lo más alto (todo ello en el más perfecto blanco y negro, por supuesto) no desentonaría en casi ningún museo de arte moderno y se podría calificar en el más vanguardista e izquierdoso suplemento dominical como: " ... una nueva osadía del joven autor Jacinto J. Jacintez, dispuesto a desafiar a la burguesía americana con su irreverente descaro. No recuerdo nada tan fresco desde las performance de Christo ¿Dónde está el limite creativo de este hombre?" Cuando posiblemente está obra no sea más que el resultado de una noche de juerga del bueno de Jacinto, bebiendo combinados baratos en la coctelería: Chicago, pero a los ojos de un crítico (¿sinónimo de creador de arte?) es lo más talentosos que se ha encontrado en el último mes, la urgencia de encontrar obras maestras a plazo fijo sería otro tema a debatir.
Cada año nos bombardean con cientos de premios y certámenes, finalistas, ganadores y tripletes, como si de un campeonato de fútbol se tratase. Imagino que dentro de poco otorgarán el Planeta de los Planetas (sugiero para este premio el nombre de Júpiter) al mejor de todos los libros galardonados con él durante la existencia del premio. ¿Cómo se puede comparar a Cela con Umbral? ¿Crónica de una muerte anunciada con La tregua? Un espectador tiene sus inevitables preferencias pero afirmar que tal es mejor que cual a nivel "oficial" alcanza grados incomprensibles de jerarquización (¿sinónmo de estupidez?) innecesaria.
El arte tiene algo en común con el amor, cuando a uno le entra una tonadilla,libro o cuadro por los sentidos se convierte en el mejor sin atender a estructuradas y sesudas razones. Y recordemos que: el amor es libre y más en primavera...

Brausencito, llevando la contraria a su propio texto, recomienda: Sin talento de Señor Mostaza.

lunes, 18 de mayo de 2009

Ausencias

Ausencias, telegrafiadas o soñadas, previstas o equilibristas, desilusionantes o innecesarias, mortales o vivificantes, insurgentes o trémulas, despiadadas o salvadoras, toda una existencia llena de ausencias, de mi vida en la tuya, de la tuya en la mía.
No tuve el placer de encontrarme personalmente ni a Mario, ni a Antonio, pero parecía que ellos en ocasiones me conocían mejor yo mismo, que eran capaces de leer a través de mis corazas de alma dura. En otros momentos trataba yo de descifrar el significado de sus versos más intimos, buscando entelequias y combinaciones rocambolescas para conciliarlos con mi estado de animo en ese momento.
Allí han estado y estarán, mientras siga caminando bajo este cielo que se nos cae poquito a poco, en mi cabeza, en mi corazón, en mi alma, temblando juntos ante la inverosimilitud del mundo.
Para dejar una huella en el suelo primero debes haber pisado, para poder mirar atrás tienes que andar, para que haya una ausencia debe haber un encuentro.
Encuentros, telegrafiados o soñados, previstos o equlibristas, desilusionantes o innecesarios, mortales o vivificantes, insurgentes o trémulos, despiadados o salvadores, toda una existencia llena de encuentros, de mi vida en la tuya, de la tuya en la mía.

lunes, 2 de marzo de 2009

Cuero IV

Perdido en el diluvio de mi vida transcurrieron un par de nebulosos lustros hasta que volví a tener noticias del escritor metódico. No sé muy bien como, me había trasladado al menos dos veces de domicilio en ese periodo, llegó a mí casa un paquete cuyo remitente era él. Al desempacarlo me encontré con nada menos que su inseparable cilindro de cuero con su sistemática obra concluida y firmada. Una escueta nota acompañaba al bulto, la transcribo literalmente:

"Conseguí acabar mi misión y he aquí el resultado. Al lugar a donde voy no la necesitaré más. He grabado a fuego en mi alma las dos mil quinientas veintitrés palabras que le robe a los dioses y plasmé en esos papeles. Puedes leerlas tanto como desees, pero jamás dejar que nadie más lo haga y destruirlas cuando sepas que vas a morir. Sé que cumplirás mi última voluntad."

Traté de ponerme en contacto con él para que me explicase su enigmático escrito pero como suponía,cuando al fin lo localicé, su residencia habitual había pasado a ser el cementerio municipal de su pueblo.

Dubitativo, indeciso e iracundo me revolvía en la cama sin saber que hacer, aquellas hojas tenían un enorme valor literario, al menos en mi opinión, y una promesa no hecha me impedía el publicarlas. Soñaba con ser el nuevo Max Brod, pero algo dentro del propio texto evitaba que lo hiciese, era como si realmente no pudiese hacer lo que yo mismo tanto deseaba.

Han pasado unos años desde aquello, al final no he publicado ni una sóla de esas palabras maravillosas, de hecho acabo de lanzarlas por la taza del váter convertidas en decenas de pedazos. Nadie más las leerá nunca.

Esta mañana me han confirmado que un cáncer devora mis entrañas, he visitado a dos especialistas y ambos me han asegurado el mismo diagnóstico. Dentro de poco yaceré en el asiento delantero de mi coche, perdido en el arcén de alguna carretera secundaria asfixiado por sus propios gases. Dicen que es una muerte indolora, no podré ni corroborarlo ni desmentirlo.

Han tenido que pasar décadas y sufrir una enfermedad mortal para darme cuenta que el escritor metódico fue un hombre feliz y no la anécdota tarada que yo creía, de hecho lo poco de especial que he vivido se lo debo a él, a un ser desconocido que se cruzo en mi vida y la ilumino sin yo darme cuenta. Nunca más encontré semejante esplendor, mi biografía es un largo túnel incoloro con una única tronera rebosante de luz, por la cual no quise mirar . Encontré al maestro perfecto pero no acepte ser su pupilo.

No concibo mejor homenaje que morir abrazado a su cuero, con esta confesión en su interior.

sábado, 21 de febrero de 2009

Cuero III

Mi cara no debería ser precisamente la más lozana de la oficina aquella mañana. Cualquiera que se fijase minimamente en mí, creo que me sobrarían los dedos de una mano para contar quien me miraría a los ojos durante toda la jornada laboral, se daría cuenta que no era precisamente el virus de la gripe lo que había vuelto aún más amoratadas mis acostumbradas ojeras.
Andaba yo tratando de ingerir un café cuando vi aparecer por allí a mi metódico amigo con una sonrisa que iluminaba su faz como pocas veces yo le había visto. Cualquier indicio de resaca era pura fantasía. En un torrente verbal poco acostumbrado en él, me comentó que la noche anterior había sido la más feliz de su vida, yo escuché impertérrito como gracias al ambiente inspirador del último templo que visitamos, no me quedó más remedio que carcajearme ante tal definición, había escrito más en una sola noche que en los varios años que llevaba encadenado a su bolsa de cuero.
Ya me había acostumbrado a las rarezas de mi compañero y sabía que con él todo era posible.
Pasé el día embotado en mi silla y realizando las tareas más rutinarias y que menos me hiciesen acordarme del dolor de cabeza que martilleaba mis sienes.
En las siguientes semanas el escritor metódico me invito a repetir la correría originaría, ya que argumentaba que sin mi presencia la inspiración era menor. Mentiría si dijese que no le acompañé en más de una ocasión; ¡Todo sea por el arte!
Pasado, quizás, un trimestre desde nuestra primera noche juntos, las circunstancias de la vida provocarón que yo me cambiase de trabajo, harto de filipinos y cuentos chinos busque un nuevo lugar en dónde empezar a quemarme a fuego lento con tal amor al método como mi amigo profesaba.
Perdí casi toda la relación presencial con el escritor metódico y de su inseparable bolsa de cuero, aunque si es cierto que la conservamos vía correo electrónico durante un tiempo. Gracias a esto supe que repetía regularmente la liturgia del lupanar (como acabamos denominándola) y sus pergaminos se iban llenando de indelebles palabras.
Pasado un año deje sin contestar una de sus misivas, y él muy orgulloso no volvió a dar señales de vida hasta que.... (Continuara o no)

lunes, 19 de enero de 2009

Cuero II

Aquella tarde inconcebible era resultado de una semana tan densa como tensa, maldecía a los vendedores de mi empresa que habían decidido colocar el exceso de stock en nuestra otrora colonia Filipinas, complicando mi labor hasta lo indecible. Justo cuando me debatía entre desatar el ataque de histerismo o el de pánico apareció ante mis ojos el cilindro de cuero que siempre iba unido a mi peculiar amigo.
Harto de todo aquel inútil papeleo decidí aceptar su sugerencia y salir en busca de una cerveza. Era algo que hacíamos habitualmente, sin previo aviso, como única ceremonia de invitación: un leve gesto de cabeza.
No tardó más que dos sorbos, largos e intensos eso sí, en confesarme su creciente desesperación. Llevaba más de un mes sin conseguir escribir una palabra, no es que antes su ritmo se pudiese calificar precisamente de frenético, a lo sumo dos o tres vocablos a la semana, pero siempre barajaba en su mente un amplio abanico de posibilidades para continuar el texto. Pero ahora era incapaz de seguir, atorado, varado, anclado en un baldío creativo que le mortificaba. Impresionado por su inutilidad, devoraba sediento de inspiración una caña tras otra.
Buscando a la musa inspiradora o a alguno de sus parientes mas cercanos, entramos en diversos, bares, disco bares, disco pubs y simples pubs que encontramos en nuestro camino. Insensible a la ingente cantidad de güisqui consumida, la llama creadora no terminaba de encenderse a pesar de que nuestras entrañas albergaban una cantidad altamente inflamable de alcohol.
Mi amigo se dejo embelesar por los ofrecimientos que recibimos de un charlatán e incompleto comercial, no recuerdo exactamente si era cojo o manco pero si puedo asegurar que le faltaba una extremidad, que nos llevó directamente a un antro en el cual una serie de jovencitas, y no tan jovencitas, se despojaban de las escasas prendas que vestían al son de ritmos supuestamente sugerentes.
Aturdido por el espectáculo me recoste sobre la agujereada imitación de piel que recubría los sillones del local, recuerdo a mi compañero de faena enfrascado en una conversación de tintes negociadores con una de las camareras. Le perdí de vista al poco tiempo, bebí lo que me quedaba de copa con más desgana que interés y me apresté a abandonar el lugar convencido que el escritor metódico no había encontrado a su ninfa literaria pero si una más corpórea y accesible.
Mayúscula fue mi sorpresa al verle recostado sobre una mesa, la más apartada del escaso público presente, escribiendo a un ritmo nada desdeñable. Di por sentado que su propósito había muerto de la peor manera posible: borracho en una andrajosa mesa de un bar de putas.
(Continuará o no...)

sábado, 3 de enero de 2009

Cuero

Estaba unido a su bolsa de cuero como un niño a su madre por el cordón umbilical, pareciese que no pudiese respirar sin ella, que necesitase su continuo contacto para seguir viviendo. No la dejaba ni a sol ni a sombra y rehuía cualquier acto que le supusiese separase de ella.
Tuvieron que pasar muchos meses y unos cientos de cervezas para que la abriese delante mío y me mostrase su contenido: un atajo de pergaminos unidos por una bella cinta plateada, una carga como traída directamente del escritorio de cualquier alquimista o nigromante del bajo medievo.Atónito me quedé al comprobar que sólo el primero de ellos, ya que todos estaban numerados, estaba escrito y no en su totalidad. Inquiriendo las razones de tanto celo en el cuidado de algo en mi criterio tan insignificante, descubrí que el buen juicio de mi amigo quizás corriese un peligro mayor del que indicaban sus extrañas costumbres.Afirmaba, sin el asomo de algún rubor en su rostro, que encontró esos papeles en un viejo lagar familiar en donde se pisó la uva hasta bien entrado el siglo pasado, cuando fueron a vaciarlo para venderle el terreno a una inmobiliaria. Al descubir tales papeles, se desveló en su alma un deseo hasta ese momento inaudito en su existencia, escribir en ellos un texto tan perfecto que no tuviese parangón ni en el pasado ni en el futuro de la literatura.
Ante tal revelación no me quedó más remedio que armarme de aplomo y pedir otra ronda de cervezas con la que ahogar los gritos de mi sorpresa. Desatada su lengua era imposible frenar su relato y yo ya ardía en deseos de conocerlo hasta su último detalle. Me confesó que para llevar a cabo tal obra, debía cumplir dos reglas que le fueron otorgadas al mismo tiempo que los pergaminos:
1) Debía escribirla únicamente y necesariamente en esos papeles.
2) Cualquier palabra en ellos grabada jamás podría ser modificada o borrada.
Mi amigo me hizo ver lo dificultoso y casi rocambolesco en que convertía su tarea estas dos condiciones, protegiendo los papiros de cualquier daño (de ahí su inseparable e inexpugnable bolsa de cuero) y eligiendo cada palabra con un mimo digno de un neurocirujano operando. Por supuesto, él conocía al dedillo todo lo que llevaba redactado porque sentía como un auténtico y lacerante parto el escribir cada escogido vocablo, hijos como Atenea de un egregio dolor de cabeza.
Pero ésta no era la parte más dura de su misión (como él mismo la llamó en numerosas ocasiones en nuestra conversación), ya que, aunque el alumbramiento era doloroso, tenía como conclusión la vida. Era peor cuando acariciaba una palabra y después como por arte de ensalmo se le olvidaba y se le moría. Ya le había sucedido en repetidas ocasiones, por lo tanto había tomado la determinación de llevar siempre consigo sus papeles y así en cualquier momento anotar unas nuevas letras en ellos.
Ésta fue a grandes rasgos mi primera conversación seria con el escritor más metódico que jamás haya conocido hasta la fecha.
(Continuará, o no...)