lunes, 19 de enero de 2009

Cuero II

Aquella tarde inconcebible era resultado de una semana tan densa como tensa, maldecía a los vendedores de mi empresa que habían decidido colocar el exceso de stock en nuestra otrora colonia Filipinas, complicando mi labor hasta lo indecible. Justo cuando me debatía entre desatar el ataque de histerismo o el de pánico apareció ante mis ojos el cilindro de cuero que siempre iba unido a mi peculiar amigo.
Harto de todo aquel inútil papeleo decidí aceptar su sugerencia y salir en busca de una cerveza. Era algo que hacíamos habitualmente, sin previo aviso, como única ceremonia de invitación: un leve gesto de cabeza.
No tardó más que dos sorbos, largos e intensos eso sí, en confesarme su creciente desesperación. Llevaba más de un mes sin conseguir escribir una palabra, no es que antes su ritmo se pudiese calificar precisamente de frenético, a lo sumo dos o tres vocablos a la semana, pero siempre barajaba en su mente un amplio abanico de posibilidades para continuar el texto. Pero ahora era incapaz de seguir, atorado, varado, anclado en un baldío creativo que le mortificaba. Impresionado por su inutilidad, devoraba sediento de inspiración una caña tras otra.
Buscando a la musa inspiradora o a alguno de sus parientes mas cercanos, entramos en diversos, bares, disco bares, disco pubs y simples pubs que encontramos en nuestro camino. Insensible a la ingente cantidad de güisqui consumida, la llama creadora no terminaba de encenderse a pesar de que nuestras entrañas albergaban una cantidad altamente inflamable de alcohol.
Mi amigo se dejo embelesar por los ofrecimientos que recibimos de un charlatán e incompleto comercial, no recuerdo exactamente si era cojo o manco pero si puedo asegurar que le faltaba una extremidad, que nos llevó directamente a un antro en el cual una serie de jovencitas, y no tan jovencitas, se despojaban de las escasas prendas que vestían al son de ritmos supuestamente sugerentes.
Aturdido por el espectáculo me recoste sobre la agujereada imitación de piel que recubría los sillones del local, recuerdo a mi compañero de faena enfrascado en una conversación de tintes negociadores con una de las camareras. Le perdí de vista al poco tiempo, bebí lo que me quedaba de copa con más desgana que interés y me apresté a abandonar el lugar convencido que el escritor metódico no había encontrado a su ninfa literaria pero si una más corpórea y accesible.
Mayúscula fue mi sorpresa al verle recostado sobre una mesa, la más apartada del escaso público presente, escribiendo a un ritmo nada desdeñable. Di por sentado que su propósito había muerto de la peor manera posible: borracho en una andrajosa mesa de un bar de putas.
(Continuará o no...)

sábado, 3 de enero de 2009

Cuero

Estaba unido a su bolsa de cuero como un niño a su madre por el cordón umbilical, pareciese que no pudiese respirar sin ella, que necesitase su continuo contacto para seguir viviendo. No la dejaba ni a sol ni a sombra y rehuía cualquier acto que le supusiese separase de ella.
Tuvieron que pasar muchos meses y unos cientos de cervezas para que la abriese delante mío y me mostrase su contenido: un atajo de pergaminos unidos por una bella cinta plateada, una carga como traída directamente del escritorio de cualquier alquimista o nigromante del bajo medievo.Atónito me quedé al comprobar que sólo el primero de ellos, ya que todos estaban numerados, estaba escrito y no en su totalidad. Inquiriendo las razones de tanto celo en el cuidado de algo en mi criterio tan insignificante, descubrí que el buen juicio de mi amigo quizás corriese un peligro mayor del que indicaban sus extrañas costumbres.Afirmaba, sin el asomo de algún rubor en su rostro, que encontró esos papeles en un viejo lagar familiar en donde se pisó la uva hasta bien entrado el siglo pasado, cuando fueron a vaciarlo para venderle el terreno a una inmobiliaria. Al descubir tales papeles, se desveló en su alma un deseo hasta ese momento inaudito en su existencia, escribir en ellos un texto tan perfecto que no tuviese parangón ni en el pasado ni en el futuro de la literatura.
Ante tal revelación no me quedó más remedio que armarme de aplomo y pedir otra ronda de cervezas con la que ahogar los gritos de mi sorpresa. Desatada su lengua era imposible frenar su relato y yo ya ardía en deseos de conocerlo hasta su último detalle. Me confesó que para llevar a cabo tal obra, debía cumplir dos reglas que le fueron otorgadas al mismo tiempo que los pergaminos:
1) Debía escribirla únicamente y necesariamente en esos papeles.
2) Cualquier palabra en ellos grabada jamás podría ser modificada o borrada.
Mi amigo me hizo ver lo dificultoso y casi rocambolesco en que convertía su tarea estas dos condiciones, protegiendo los papiros de cualquier daño (de ahí su inseparable e inexpugnable bolsa de cuero) y eligiendo cada palabra con un mimo digno de un neurocirujano operando. Por supuesto, él conocía al dedillo todo lo que llevaba redactado porque sentía como un auténtico y lacerante parto el escribir cada escogido vocablo, hijos como Atenea de un egregio dolor de cabeza.
Pero ésta no era la parte más dura de su misión (como él mismo la llamó en numerosas ocasiones en nuestra conversación), ya que, aunque el alumbramiento era doloroso, tenía como conclusión la vida. Era peor cuando acariciaba una palabra y después como por arte de ensalmo se le olvidaba y se le moría. Ya le había sucedido en repetidas ocasiones, por lo tanto había tomado la determinación de llevar siempre consigo sus papeles y así en cualquier momento anotar unas nuevas letras en ellos.
Ésta fue a grandes rasgos mi primera conversación seria con el escritor más metódico que jamás haya conocido hasta la fecha.
(Continuará, o no...)