sábado, 3 de enero de 2009

Cuero

Estaba unido a su bolsa de cuero como un niño a su madre por el cordón umbilical, pareciese que no pudiese respirar sin ella, que necesitase su continuo contacto para seguir viviendo. No la dejaba ni a sol ni a sombra y rehuía cualquier acto que le supusiese separase de ella.
Tuvieron que pasar muchos meses y unos cientos de cervezas para que la abriese delante mío y me mostrase su contenido: un atajo de pergaminos unidos por una bella cinta plateada, una carga como traída directamente del escritorio de cualquier alquimista o nigromante del bajo medievo.Atónito me quedé al comprobar que sólo el primero de ellos, ya que todos estaban numerados, estaba escrito y no en su totalidad. Inquiriendo las razones de tanto celo en el cuidado de algo en mi criterio tan insignificante, descubrí que el buen juicio de mi amigo quizás corriese un peligro mayor del que indicaban sus extrañas costumbres.Afirmaba, sin el asomo de algún rubor en su rostro, que encontró esos papeles en un viejo lagar familiar en donde se pisó la uva hasta bien entrado el siglo pasado, cuando fueron a vaciarlo para venderle el terreno a una inmobiliaria. Al descubir tales papeles, se desveló en su alma un deseo hasta ese momento inaudito en su existencia, escribir en ellos un texto tan perfecto que no tuviese parangón ni en el pasado ni en el futuro de la literatura.
Ante tal revelación no me quedó más remedio que armarme de aplomo y pedir otra ronda de cervezas con la que ahogar los gritos de mi sorpresa. Desatada su lengua era imposible frenar su relato y yo ya ardía en deseos de conocerlo hasta su último detalle. Me confesó que para llevar a cabo tal obra, debía cumplir dos reglas que le fueron otorgadas al mismo tiempo que los pergaminos:
1) Debía escribirla únicamente y necesariamente en esos papeles.
2) Cualquier palabra en ellos grabada jamás podría ser modificada o borrada.
Mi amigo me hizo ver lo dificultoso y casi rocambolesco en que convertía su tarea estas dos condiciones, protegiendo los papiros de cualquier daño (de ahí su inseparable e inexpugnable bolsa de cuero) y eligiendo cada palabra con un mimo digno de un neurocirujano operando. Por supuesto, él conocía al dedillo todo lo que llevaba redactado porque sentía como un auténtico y lacerante parto el escribir cada escogido vocablo, hijos como Atenea de un egregio dolor de cabeza.
Pero ésta no era la parte más dura de su misión (como él mismo la llamó en numerosas ocasiones en nuestra conversación), ya que, aunque el alumbramiento era doloroso, tenía como conclusión la vida. Era peor cuando acariciaba una palabra y después como por arte de ensalmo se le olvidaba y se le moría. Ya le había sucedido en repetidas ocasiones, por lo tanto había tomado la determinación de llevar siempre consigo sus papeles y así en cualquier momento anotar unas nuevas letras en ellos.
Ésta fue a grandes rasgos mi primera conversación seria con el escritor más metódico que jamás haya conocido hasta la fecha.
(Continuará, o no...)

2 comentarios:

reinasinespejo dijo...

Es una buena forma de dar la bienvenida al año, otra historia original de Brausen.

narradora de bolsillo dijo...

No me digas que nos vas a dejar con esta incertidumbre: ¿qué escribirá?,¿habrá algún elemento que haga que lo escrito se transforme?,¿le robarán los pergaminos?,¿comerá perdices?...
Continuará ¿sí o sí?.

Besos