Los cambios suceden como los desbordamientos de
los ríos, la lluvia incesante hace que suba el nivel de las aguas hasta que una
última gota, desconocida, anónima e increíblemente semejante a las demás, hace
que su pequeña aportación cuente más que las del resto, cuando su peso, su diámetro,
forma, color y olor es casi idéntica a las de sus congéneres, pero debido a los
azares del destino, ella y solamente ella han aportado el volumen de líquido
justo para que el cauce que lleva las aguas por su camino, sin perturbar las riveras,
no sea capaz de soportar más y la paz reinante se convierta en una guerra de
lodo y fango.
Esto es lo que intenta hacer Margaret MacMillan
en su 1914, tratar de separar en la lluvia de causas que provocaron la Gran
Guerra, aquellas que sumaron muchos hectolitros de problemas y resquemores a
los dirigentes de la época y aquellas que solo fueron un chirimiri que mojaba
pero no calaba. Para tal tarea, la autora revisa una cantidad ingente de
documentación y se remonta al optimismo reinante en Europa a principios del
siglo XX. La fe en el progreso científico, se puede creer hasta en no
creer, hacía pensar que el mundo se dirigía a una época de paz y bienestar
continua, cada año se patentaban nuevos aparatos que hacían palidecer a los
anteriores. Desde 1871 no había guerras en Europa y la exposición universal de
Paris de 1900 parecía un hogar lleno de concordia y armonía, pero el rio de la
guerra ya llevaba agua, la rivalidad anglo alemana estaba latente, había
tensiones para hacerse con los despojos del imperio Otomano y las colonias eran
un foco de fricción, ya que todas las potencias querían "hacerse un hueco
bajo el sol".
El agua no cesó de caer, la carrera armamentística,
los nacionalismos y los honores de reyes y banderas, se precipitaban una y otra
vez con fuerza sobre el rio de la guerra. Los hombres que podían crear diques
para evitar el desbordamiento se vieron envueltos en una espiral de orgullo,
pensando que esa sería la última vez que cederían y que a la próxima no les
temblaría el pulso para desenvainar el sable y, en esa época, y lo más pavoroso
de todo es que también en la nuestra, no había tantas personas capaces de
construir muros para que el torrente de la guerra no se derramase. Las
decisiones más importantes dependían del Zar, del Kaiser, del Emperador, e
inmediatamente sus redes de alianzas multiplicarían esas medidas por mil y por
todo el mundo.
La autora relata la anécdota de como el
presidente Kennedy en 1962 en la crisis de los misiles de Cuba se resistió a
hacer caso a sus generales belicosos ya que "había aprendido que los
militares no siempre tienen razón; pero también acaba de leer Los cañones de
Agosto, el extraordinario relato de Barbara Tuchman de como Europa cometió los
errores garrafales que condujeron a la Gran Guerra". ¡Benditos los que
aprenden algo sin haberlo tenido que sufrir primero en sus carnes!
La gota final fue el asesinato de Francisco
Fernando en Sarajevo en el verano de 1914, pero ella sola no hubiese
significado nada, ya que antes, las guerras balcánicas habían derramado su
contenido en el rio, los generales, reyes y almirantes no cesaban de tirar
garrafas al cauce y, una gran mayoría pensaban que una guerra externa haría
acallar los problemas internos de sus países, llámense: lucha de clases,
corrupción o falta de libertades, esto último significaban caudalosos afluentes
llenos de óxido para el torrente de le guerra.
Magnífica obra, esperemos que nos sirva para
aprender cómo se puede llegar de un mundo autocomplaciente a la barbarie en
pocos pasos.