Este libro es una metáfora enorme, desde su
primera página hasta la última letra impresa de la hoja que cierra el volumen,
de algo tan grande y tan difícil de describir como es la vida. Aprovechando el
argumento de Lost, náufragos perdidos en una isla imposible de localizar,
Andrés Ibáñez escribe su Brilla, mar del Edén.
Un trozo de tierra rodeado de mar es la maqueta
de la tierra, un pedazo de piedra rodeado de nada, y en ese lugar perdido cada
superviviente se encuentra con su vida, con trozos del pasado que parecían
olvidados y han viajado anclados al fuselaje del avión para sorprender con su
presencia, nuevas oportunidades que nacen de entre la densa vegetación,
platillos volantes que son buscados y añorados por quien nos lo ve. Una
amalgama de sucesos que impactan al grupo mientras tratan de sobrevivir en un
lugar adverso y duro, se crea una sociedad con sus reglas y líderes, personas
que se aprovechan de otras, idealistas que viven en su nube y conservadores que
se escandalizan ante la presencia de un cuerpo desnudo.
Pero la novela de Ibáñez tiene ese toque de
ciencia ficción que hemos visto En el mundo en la edad de Varick y en Memorias
de un hombre de madera (dos de sus obras anteriores), aparece una misteriosa
organización llamada SIAR que parece controlar toda la isla como si fuese un
gigantesco experimento psicológico, un gigante azul (el Doctor Manhatan)
va lanzando rayos sanadores/mortíferos a los pobres desdichados/afortunados que
se encuentra y una pradera de la infancia de Juan Barbarin, un gato sensual y
el protagonista del libro, que significa la felicidad y buscan con ansia los
seguidores de Pohjola y Llewelyn. Con estos matices las posibles
interpretaciones se multiplican por varios millares.
Entre tanto se cruzan las historias personales de
Wade, maravillosa concepción del creador de ideas que se las cede a los
escritores, Roberto B y Xóchitl donde el estilo de Ibáñez homenajea al gran
escritor chileno, incrustado en la trama del libro como un personaje más y la
terrorífica historia de Noboru dentro de
Aum.
Pero es de la mano de Juan Barbarin donde se va
ascendiendo por el entramado creado por Ibáñez, esa ascensión, literal en su
caso, por varios estadios de la vida del hombre, siempre buscando su pradera y
escalando hacia el volcán, aprendiendo: "Somos dueños de lo que tenemos
y también de los huecos que hay entre las cosas que tenemos. Pero los huecos,
el silencio, son lo más importante. En la respiración, el momento más
importante es el que sigue a la exhalación. Durante un instante, la respiración
se detiene y, por espacio de apenas de un segundo, vivimos sin necesidad de
respirar. Durante ese instante somos inmortales. Durante ese instante no somos
animales, estamos libres de los ciclos de la naturaleza. También la mente se
detiene durante ese instante, y de pronto podemos ver. La claridad desciende
sobre nosotros. La consciencia se hace ilimitada. Luego el mecanismo, el
cuerpo, comienza a respirar de nuevo".
Quizás realmente todo lo anterior sea un simple
truco para enmascarar el verdadero motivo de la novela: el amor, un amor que
rebasa a la vida, entero, volcánico, luminiscente, grande como un planeta y tan
ñoño como solo puede ser el de un tímido que finalmente destapa sus entrañas
repletas de sentimientos, flores, mariposas y música (Bruckner en el caso de
Juan Barbarin). Tan jodidamente ñoño y verdadero que no queda más remedio que
rendirse a esas señales que aparecen en las sendas y dan sentido a unir las
manos y sobre todo, los pasos; a esas luces que aparecen aunque sea en vidas
anteriormente exprimidas: "Un gesto que siempre me conmueve y me
intriga. Un sendero bajo los sauces. Una historia de amor en medio del mundo.
En medio del ruido y del polvo del mundo"
1 comentario:
El argumento esta chulo, intentare leerlo lo antes posible, haber si puedo estas vacaciones y te cuento.
Un saludo. Jesús Fernández
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