Altiva, inconsciente y arrogante parte la fragata Medusa desde Francia, volando sobre el mar, acompañada de otros tres barcos. En su vientre se encuentra el nuevo gobernador de las colonias francesas de Senegal, devueltas por Inglaterra tras la definitiva derrota del emperador Napoleón en 1815, para tomar posesión de ellas. Estamos en 1816 y casi 400 personas, entre marinería, soldados de escolta, séquito y oficiales, surcan el Atlántico en busca de su destino.
Aristocrático, cortesano e ignorante del océano es el capitán que la comanda: Hugues Du Roy de Chaumareys, otorgado su cargo no por su valía sino por haber permanecido fiel a los Borbones en su exilio. Pasada las Islas Canarias la flota se dispersa, quien sabe si por la impericia del capitán, Medusa se encuentra sola en la mar océana.
Encallada, atorada, imposible de rescatar queda Medusa al topar con un banco de arena. La marinería culpa de tal desgracia al aristocrático conductor de la nave. Incapaces de remolcarla, se decide abandonar la nave. No hay espacio suficiente para todos en los botes y se construye una precaria balsa con mástiles y cuerdas. El gobernador y su séquito es acomodado en los botes, escasos oficiales (entre ellos el cirujano del barco: Henry Savigny) y toda la marinería se hacina en la balsa, ciento cuarenta y siete desgraciados hunden con su propio peso el único medio que les puede salvar de la muerte.
Incrédulos, atónitos, despernados quedan los habitantes de la balsa al ver que los botes cortan las cuerdas que los unen a ellos. Quedan a la merced del mar, sin nada donde asirse para evitar que el empuje de las olas se los trague para siempre y con escasas provisiones para alimentarse. Cunde la desesperación y todos luchan por conseguir un puesto en el centro de la balsa, las armas están en manos de la oficialidad que no duda en hacer uso de ellas. La acción combinada de la fuerza del agua con la del plomo dejan veinte cadáveres como alimento para peces en la primera noche.
Pólvora, estrellas y sables se mezclan en la segunda noche. Un "motín" de la marinería es sofocado con mano dura por la oficialidad, sesenta y cinco muertos no ven el nuevo día. Aún demasiados para las escasas provisiones, Savigny seleccionará, como un dios cuyo Olimpo fuesen unas tablas, quien está suficientemente fuerte para sobrevivir, el resto muere a manos de los más fuertes (en este caso de los poseedores de las armas) sin piedad alguna.
Desesperación, locura y sed acosan a los supervivientes, más de uno se lanza directamente sobre los cadáveres para devorarlos, Savigny decide cortarlos en finas lonchas y secarlas antes de su ingesta. El agua se acaba y deben beber sus propios orines para no deshidratarse.
Once, doce, trece días pasan hasta que el bergantín “L´Argus” los rescata. Cuatro de los supervivientes mueren de indigestión en el barco rescatador al beber tal cantidad de agua y comer tanto que les estalla el estomago encogido en los días de abstinencia. Savigny, destinado a ser un gris cirujano de la marina, alcanza fama y notoriedad al escribir el tratado: “Los efectos del hambre y la sed entre los naúfragos”. El azar siempre tan irónico, hasta en el momento de la salvación
2 comentarios:
¿El texto es de tu autoría? me encantó cómo relatas este episodio.
Saludos
Si C.E, es mio, no los hechos como puedes imaginar, pero si el relato.
Gracias por tus piropos.
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