Uno de los pasos más complicados que debe dar un ser humano en su
aprendizaje vital es el admitir la parcialidad de su conocimiento, la
incapacidad para abarcar todos los detalles de una materia, lo sesgado de sus
propios recuerdos y lo pequeño de su tamaño contra la inmensidad del mundo.
Incluso nuestro pasado nos juega malas pasadas, olvidamos detalles que para
otros quedarían grabados a fuego y damos importancia a susurros que para los
demás formarían parte del viento. ¿Qué no será cuando no hemos sido protagonistas
sino meros espectadores u oidores de los hechos?
Los adioses de Onetti, son una
muestra practica de este defecto (o quizás sea virtud) de la humanidad. El
relato nos es narrado a través de un testigo. Este almacenero ve como una
antigua estrella del baloncesto llega a un sanatorio para mitigar los síntomas
de la tuberculosis que padece. En su convalecencia recibirá la visita de dos
mujeres: una joven y la otra más mayor. El testigo y sus interlocutores
elucubran acerca de la identidad de ambas y la relación que mantienen entre
ellas.
Nadie conoce todos los detalles de la historia, ni el almacenero, que la
cuenta, ni el lector, que la lee. Se deja un campo enorme para el juego, la
imaginación y la teorización. Es como si estuvieses con tus amigos cotilleando
sobre un conocido para dejar pasar el tiempo entre cerveza y cerveza, creando la
fotografía completa de un rostro cuando sólo has atisbado la comisura de los
labios.
El final parece aclarar el sentido del libro y empujar al lector a
arrepentirse de la parte que ha tomado en esa guerra, pero la magia de la obra,
y es algo típicamente Onettiano, es que no hay conclusión definitiva. Todas las
posturas pueden ser validas, las interpretaciones a favor y en contra
encontraran argumentos en los que apoyarse y quizás el gris sea la opción más acertada,
Una novela corta que se ha convertido en un clásico, magníficamente
construida, con un estilo personal e interpretaciones incontables. Una manera excelsa
de comenzar el 2012.
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